Comentario
La sociedad de masas, el sujeto y el objetivo de los "mass media", aunque pueda admitirse que se inicia en los Estados Unidos a mediados del siglo XIX a partir de la prensa de gran circulación, se afirma a partir del desarrollo tecnológico que caracteriza la reconstrucción bélica y la sociedad de los años veinte e inicios de los treinta; y responde a ese conjunto de transformaciones y motivaciones psicosociales nuevas que han permitido hablar, según la expresión de J. K. Galbraith, de sociedad opulenta. Tras la Segunda Guerra Mundial, y ante la sorpresa de que es más fácil producir bienes que venderlos, los economistas constatan que la demanda de consumo de unos bienes no depende tanto de la capacidad de compra de los individuos como de su disposición a comprar. Muy pronto, además, la renta deja de ser el indicador de medición y predicción de los comportamientos consumistas y, por tanto, el factor decisivo para la organización del mercado. Son más bien las actitudes, optimistas o pesimistas, de consumo en un momento dado las que cuentan, por encima incluso de la disponibilidad salarial. "Fabrica -y es lema en el marketing anglosajón- lo que la gente desea comprar; no trates simplemente de vender lo que fabricas". Al desarrollo de la productividad colaboran, por tanto, las nuevas tecnologías industriales y el avance impetuoso de los medios de comunicación, puesto que, una vez superado el umbral de la supervivencia, se trata ahora de producir necesidades de masas, normalmente disfrazadas de sutilezas individuales, prestigio social, carrera por el "status", obsesión por el "standing". Y se genera y desarrolla así un nuevo estilo de vida, un hecho de civilización nuevo, que termina influyendo, o contaminando, hasta a los pueblos más atrasados. Antes que nada esta sociedad es masa consumidora de productos ajenos, que responden muchas veces a necesidades de dudosa utilidad y cada vez más exóticos. "La definición de ciudadano -comentará Galbraith- coincide de hecho con la de consumidor; y se habla en Occidente más de los derechos del consumidor que de los derechos del hombre".No ocurrió, pues, como temiera Ortega y Gasset, la rebelión de las masas; sino la nivelación de las masas, desde unos intereses y unos objetivos primordialmente consumistas, y, por imperativos de éxito comercial, básicamente económicos y políticos. Es la hora del bienestar al alcance de todos, que impone la industrialización del consumo, la producción en serie, el "prét-á porter", la homogeneización de la sociedad. El horizonte del consumidor es toda su vida; y el espacio del consumo es el escenario de lo cotidiano. La moda termina dando lugar, porque así se monta, a la carencia de espontaneidad. Todo aparece previsto, programado. Y lo cotidiano se resume -y así domina la propaganda más usual- en un coche potente y de diseño lo más dinámico posible -un deportivo, si se es joven y triunfador-, un viaje de vacaciones, el escaparate, la caja registradora, los hipermercados, "boutiques" y "drugstores"; en síntesis, comprar, adquirir los símbolos, mitos y ritos que conforman y rigen los comportamientos consumistas.Y como los gustos cambian, son rápidos o efímeros, la brevedad se convierte en el valor más cotizado para el desarrollo de esta sociedad del consumo, producto y reflejo de una sociedad postindustrial en la que la base y centro, el nuevo demiurgo del sistema productivo y de las pautas de comportamiento, es la información, el conocimiento codificado, la búsqueda del placer. En favor de esta brevedad, que impulsa una acelerada producción para el consumo tanto material como cultural, se precipita y se generaliza la propaganda y venta de productos de usar y tirar, manteles, platos, cubiertos, servilletas y pañuelos de papel, envases no retornables, mercancías, en fin, de una sola función. Todos llevan en sí, y todos potencian la muerte del producto, su obsolescencia. Y en el llamado campo cultural viene sucediendo lo mismo: novela corta, cuento breve, información en ráfagas, mensajes concretos y estrictos...; que apenas dé tiempo a pensar. Ya hay quien lo realiza por nosotros. La trascendencia pasa entonces al aparato publicitario; y desde el mismo se anuncia insistentemente la soberanía del consumidor, para el que previamente han sido modelados unos gustos a los que llama personales y distintivos.